CUENTO SIMBOLICO IV. Las reglas invisibles
los cuentos de este valle pueden parecer iguales, pero en realidad son miradas caleidoscópicas de una misma realidad. Cada historia enfoca un ángulo distinto de la conciencia, como si al girar suavemente el cristal se revelara una nueva forma de entender la misma luz.
Mucho de lo que creemos no es más que un reflejo de órdenes antiguas, mandatos heredados de nuestros ancestros, de la sociedad, del miedo colectivo.
Órdenes que, tal vez, se crearon como protección, pero que hoy nos limitan.
Liberarse no es rebelarse con furia, sino mirar con lucidez.
Cada vez que actuamos desde un “debo” que no nace del alma, estamos repitiendo una vieja instrucción. Pero cuando hacemos una pausa y elegimos desde la coherencia interna, el patrón se resquebraja.
Romper el hechizo no requiere lucha, sino verdad. Una verdad que siempre está con nosotros, esperando ser escuchada.
El cuento: Las reglas invisibles
En el Valle de la Luz Evanescente, cada habitante llegaba al mundo con un susurro en el alma. No era un susurro dulce ni propio, sino una serie de órdenes invisibles que se adherían como tatuajes mentales. Nadie recordaba el momento en que se las habían entregado, pero todos las obedecían:
“Debes ser útil”, “No hagas ruido”, “El esfuerzo es virtud”, “El amor se gana”, “El tiempo se agota”.
Instrucciones heredadas, repetidas sin cuestionar, transmitidas como semillas selladas que germinaban sin que nadie lo advirtiera.
Estas frases, impregnadas en la bruma del subconsciente, guiaban cada gesto, cada elección, cada silencio. Como una partitura escrita antes del nacimiento, marcaban el ritmo de una danza que no era propia.
Los habitantes del Valle crecían creyendo que ese eco interior era su propia voz.
Y así, vivían a medias: entre un anhelo desconocido y la obediencia a sombras que ni siquiera comprendían.
Pero un día —y este día llegaba para todos en distinto momento— la melodía dejaba de sonar. El eco perdía fuerza. Algo dentro se quebraba con suavidad.
Una pregunta, a veces mínima, encendía la grieta:
¿Esto que siento… es realmente mío?
Y entonces, el mundo se detenía un instante. El aire cambiaba de densidad.
El habitante miraba su vida desde otra altura y se daba cuenta:
Había vivido con instrucciones que no eligió. Había amado desde el miedo, trabajado desde la culpa, callado desde la costumbre.
La ruptura del patrón no era violenta. Era un acto de amor.
El alma comenzaba a hablar con su propia voz. Una voz más suave, más honesta, más libre.
Y en ese instante, el Valle se transformaba.
Porque cada vez que alguien se liberaba, el aire se hacía más liviano.
Cada vez que una orden mental era soltada, una flor nacía en el sendero.
Cada vez que alguien actuaba desde la coherencia, un nuevo color se sumaba al paisaje.
El Valle de la Luz Evanescente vivía del despertar de sus habitantes.
No era un lugar que brillara por sí mismo, era la suma de cada chispa encendida cuando alguien se hacia consciente que podía elegir.
¿Qué patrones estás siguiendo que ya no te pertenecen?
¿Qué mandatos dirigen tus pasos sin que lo notes?
¿Qué pasaría si hoy decides actuar solo desde tu centro?
Liberar una orden mental es como abrir una ventana en una habitación cerrada: no solo entra aire nuevo, sino que se disipa el polvo acumulado por generaciones.